martes, 20 de julio de 2010

El bufete de abogados (o como crear el caos con un solo café)


Me vine a Madrid para escapar de la vida del sur. Para desarrollarme como persona y como profesional y para independizarme de mis padres; pero sobre todo y ante todo, me vine a Madrid para buscar un trabajo de lo mío y NO ser recepcionista nunca más.

Pues bien, vivo en Madrid, y hasta ahora, mis padres me están ayudando con el alquiler (lo que no demuestra una gran independencia por mi parte) y trabajo de recepcionista en una ETT que no es ETT.

Efectivamente y como siempre digo, las cosas nunca salen como las planeas.

Aún así mi vida laboral no está yendo del todo mal; mis funciones son mecánicas: contesto el teléfono, paso la llamada y cuelgo. Contesto el teléfono, paso la llamada y cuelgo. A lo largo del día, (entiéndase cada 10 minutos más o menos) el timbre de la puerta suena y tengo que ir a abrir. En el 98% de los casos es alguien que viene a una entrevista. Es lo único que se hace en mi oficina, entrevistas de empleo. He llegado a contar hasta 60 personas en un día. Pasan, le cuentan el mismo rollo que me contaron a mí y se van con la esperanza de que les llamen pronto. Mis funciones son hacerlos pasar, hacerlos rellenar un formulario (copia del curriculum que ya traen en mano), persuadirlos cuando me protestan y preguntan por qué tienen que rellenar un papel que dice lo mismo que el que ya traen y hacerlos pasar a una de las salas interiores. Ahí terminan mis obligaciones. Los viernes la oficina se queda vacía de tres a siete, exceptuándome a mí y a otra persona al azar que tiene que quedarse por fuerza. Normalmente, mis viernes no son más que una maratón de visitas a páginas web cada vez menos interesantes, hasta que el reloj marca las siete de la tarde y salgo de allí como alma que lleva el diablo hacia donde me lleven mis pies (normalmente a casa).

Lo bueno de mi trabajo es que, al consistir en sustituciones esporádicas, cada día conozco a gente distinta, veo gente distinta y tengo la ocasión de robar material de oficina distinto. Una de las mejores anécdotas, es cuando me enviaron a sustituir a la recepcionista de un prestigioso bufete de abogados en pleno centro de Madrid. Por motivos evidentes no diré el nombre de la empresa, pero si que puedo contar que entre sus clientes se encuentra una rica selección de la sociedad más selecta de Madrid. Futbolistas, presentadoras de televisión y políticos han desfilado por esos pasillos por los que yo tropezaba sin cesar intentando guardar el equilibrio mientras llevaba una bandeja de plata.
Y es que aquí, mis queridos lectores, las reglas de la recepcionista mastica-chicle cambian.


Empecemos por la preparación previa a la hora de visitar a tan exquisito cliente. A pesar de que para el resto de las sustituciones tenía que llevar un exigente uniforme formado por pantalón negro y camisa blanca. En este caso la cosa iba más lejos. Con la finalidad de dar la mejor imagen posible, mi jefa me consiguió un exquisito traje de porno-secretaria formado por: una falda de tubo que iba desde la cintura hasta justo debajo de las rodillas y con la que casi no podía andar; una camisa de manga larga ceñida y una chaqueta negra que apenas de me permitía respirar. Todo eso conjuntado con unos maravillosos tacones finos que hacían de mi figura algo espectacular, pero que a la vez me hacían temer por mi vida si me caía de semejante altura.
Con esas pintas de medio “rotenmeyer salida de una peli de canal+ a las dos de la mañana” me fui a la oficina en cuestión para hacer una sustitución de dos días. Tratando de no caerme por los tacones y de no asfixiarme por el calor del metro y la chaqueta, llegué a un edificio donde un guardia de seguridad casi me pide mi partida de nacimiento para poder acceder al ascensor. Cuando por fin me hicieron la tarjeta de visita y me dejaron subir a la cuarta planta, me encontré con una puerta de cristal grueso que hacía las veces de entrada a una oficina que más que oficina parecía un hotel. Sólo la moqueta que estaba pisando costaba más de lo que yo hubiera podido pagar; y ya antes de acceder a la sala, la palabra “FUERA DE LUGAR” resonaba en mi cabeza como el eco en una cueva.

Me encontré con una chica más o menos de mi edad leyendo un libro. Me saludó cordialmente, me enseñó mis funciones en más o menos 15 minutos y tal cual se marchó loca de contenta por tener el resto de la tarde libre; dejándome allí con cara de no saber qué hacer y una planta entera bajo mi responsabilidad.
De todas mis tareas, había solo una que no me había quedado del todo clara. “Tienes que llevarles café”.

¿Llevar café? ¿Cómo que llevar café?

El resto de las cosas estaban claras; tenía que recibir a las visitas, comprobar que efectivamente tenían una cita y hacerles pasar a una de las salas, exterior a poder ser, en el caso de que no estuvieran ya ocupadas. Las salas exteriores tenían buenas vistas y ya se sabe que no es lo mismo dejarse 6 000 euros en una tarde mirando la pared que mirando la plaza de Colón de lejos…la vista hay que pagarla, aunque sea de lejos.
En fin, todo eso estaba muy claro, pero lo del café…francamente me preocupaba un poco. Sin saber muy bien de dónde, apareció una mujer mayor, una tal Clemencia, que me explicó que llevaba trabajando allí desde hacía más de diez años y que su función básicamente era la de hacer el café para las visitas y traérmelo en la bandeja hasta el pasillo, donde yo debía llevarlo hasta dentro de la sala y servirlo. Las palabras “FUERA DE LUGAR” seguían atormentándome hasta el punto que casi no podía oir a Clemencia.

-No he llevado una bandeja en mi vida- balbuceé mirándola fijamente.-Y menos con tacones.

Clemencia me dijo que no me preocupara, que todo sería muy fácil y intentó darme nociones de 5 minutos sobre como repartir el peso de las cosas encima de la bandeja y no parecer subnormal en el intento. Dios, parecía que esa mujer había nacido llevando una bandeja! En mi caso, la cosa era distinta. Era totalmente imposible combinar la falda, los tacones, la moqueta de pelo largo y una bandeja pesada con dos tazas de café y una botella de agua encima.

No voy a mentir: me agobié bastante.

Una cosa era vestirse de pintamonas para dar buena imagen y otra muy distinta atentar contra la vida de la gente con una taza llena de café caliente. Clemencia tuvo una llamada y se marchó, y yo me volví a mi mesa rezando porque nadie tuviera antojo de café esa tarde.

Sobre las cinco llegó mi primera visita. Les hice pasar a una de las salas exteriores y solo pidieron una botella de agua. No hay problema, ese era fácil. Un par de reuniones más vinieron y solo pidieron agua o nada de beber, lo cual hizo que me relajara un poco…”esto va genial” pensé…



Qué ingenua.



Sobre las seis surgió el problema. Dos reuniones al mismo tiempo, una de ellas no programada y las dos querían –exigían- la única sala que quedaba libre con vistas. Como no sabía quiénes eran los comensales, lo eché a suertes y puse al que primero llegó en la sala con vistas y al otro (que resultó ser el dueño) en la otra. Primer error.

Me pidieron un par de cafés, dos botellas de agua y una coca cola. Corrí a llamar a Clemencia que lo trajo todo en un momento en un carrito. Cogí la bandeja, la puse en mi mano y empecé a calibrar el peso. Abrí la puerta corredera y al entrar, todos se callaron y me miraron. Estaban esperando a que yo me marchara para proseguir con la reunión. Me puse nerviosa, y mi tacón quedó enredado en la moqueta; Intenté disimular con mi mejor sonrisa y como pude, salí del atolladero y caminé con cara de “dios mío, dios mío, dios mío” hacia el invitado de turno y su mujer, quien resultó ser, el director general de un importante banco nacional español. Mi jefe, me seguía con la mirada con cara de pocos amigos debido al hecho de no haberle dado a él la sala con vistas y a mí, cada vez se me hacía más difícil disimular el tembleque de la bandeja. Se podía oir claramente el tintineo de la taza sobre el plato.

FUERA DE LUGAR…..FUERA DE LUGAR….

Como pude, coloqué el posavasos en la mesa y el vaso para el agua encima; sin embargo, el desastre fue impredecible.

En mi intento de parecer profesional, no recordé si lo que había que poner en la mesa antes era el vaso o la botella, así que le di un minúsculo golpecito a la botella sin querer, la cual se precipitó sobre la bandeja haciendo que ésta se desequilibrara y volcara el café –íntegro- encima de la mesa.
El resultado final fue: Un vestido (carísimo seguramente) color rosa palo con una mancha enorme de café sobre chaqueta y falda; una mujer un poco alterada corriendo hacia el lavabo y tropezando con la moqueta, un marido director general de banco muy nervioso intentando quitar café de unos documentos –a día de hoy espero que sustituibles –y un jefe que ni siquiera me dirigió la palabra y que intentaba por todos los medios calmar a sus invitados; todo eso sin contar la carísima moqueta color crema que ya nunca volvió a ser la misma.

Salí como pude de esa reunión pidiendo disculpas, y me volví a sentar en mi mesa temblando no sin antes tropezar de nuevo con la moqueta. Acababa de crear el caos más absoluto sólo con un café con leche.

Al menos no era un chocolate.


P.

1 comentario: